Juan Carlos Lastiri.
La política internacional, como la vida misma, se parece mucho más a un juego de múltiples jugadas y larga duración que a uno de “todo o nada” en una sola jugada. La diferencia es importante. Particularidades aparte, la regla dorada es siempre la misma: se juega para ganar. Más allá de ello, la lógica de acción en las relaciones duraderas ofrece a los partícipes incentivos para el juego limpio e incluso para la cooperación, habida cuenta de la clara conciencia de que sin competidor enfrente, incluso motivado y con opciones al triunfo, el juego se extingue.
La doctrina mexicana de las relaciones internacionales encuentra su anclaje histórico en el entendimiento radical de que las diferencias entre los países, inagotables y hasta legítimas como son, pueden negociarse mediante el diálogo, teniendo como precepto el respeto irrestricto y como fin insoslayable la preservación de la convivencia pacífica. Frente a dicha doctrina, nada más disonante que el fenómeno Trump, no sólo por la falta de cuidado en las formas y los valores de la comunidad internacional, sino por su presunción de que el único juego que entiende y está dispuesto a jugar es uno que, sea como sea, le asegure el triunfo.
Así, en el contexto inédito de amenaza explícita y sistemática al interés nacional y a los derechos humanos de nuestros connacionales, cobra realce la afirmación que Enrique Peña Nieto externara en el marco de la conmemoración del 50 Aniversario de la Firma del Tratado de Tlatelolco, en el sentido de que “ningún Estado, por poderoso que sea, puede imponer su voluntad”.
Puesta en el contexto de los megaproblemas públicos que agobian a la comunidad internacional y los riesgos de ruptura de los equilibrios y la paz mundiales, la afirmación de nuestro presidente ha de entenderse en una doble y compleja significación. Descriptivamente, por un lado, el referido “no puede el poderoso imponer su voluntad” constituye un juicio de hecho, que atiende a la consabida verdad de que, sea cual sea el nivel de asimetría entre el poderoso y el débil, siempre habrá incertidumbres y vulnerabilidades que operen a favor de la posible víctima. En el caso de nuestra relación con los Estados Unidos, nada más cercano a la realidad de que la estabilidad y desarrollo de nuestro país representa para nuestros vecinos un tema sensible de seguridad nacional, amén de los nexos recíprocos de interdependencia comercial. Y, normativamente, por el otro, dicha afirmación contraviene los valores más apreciables de nuestra civilización: el respeto a la dignidad humana, la justicia y la libre determinación.
Congruente con nuestra tradición y postura diplomáticas, pero además con la convicción de que para que un conflicto tenga lugar hacen falta al menos dos voluntades que operen en ese sentido, vale apreciar la firmeza de nuestro gobierno por preservar abiertos los canales del diálogo y la negociación y con nuestro vecino del norte. Por cierto, nadie dice que la eventual negociación del Tratado de Libre Comercio vaya a ser un día de campo para nuestro país, como tampoco lo fue en el origen. A final de cuentas, la política es un juego complejo en el que los resultados, lejos de coincidir con la voluntad de alguna de las partes, dan lugar a consecuencias diversas, porque, sin importar lo poderoso que se sea, la voluntad del otro irrumpirá de algún modo u otro.
Enhorabuena por la firmeza y la claridad que EPN mostró en el evento mencionado. El mensaje implícito para los interlocutores de los Estados Unidos y de nuestro país es claro y simple: se privilegiará siempre el diálogo sobre la ruptura, siempre en el marco de la firmeza a los altos principios de la convivencia internacional y con la convicción de que, sin menoscabo del poderío de nuestro interlocutor, tenemos recursos de los cuales echar mano para hacer valer el interés nacional y honrar nuestra vocación de país pacifista y cooperador.
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