Por: Alexis Manuel Da Costa
Hay cosas que solo se entienden cuando uno vive de cerca la vida de los pueblos. Por ejemplo: cuando algo ocurre —un bache, una luminaria apagada, un derrame de agua, un perro agresivo suelto en la calle— muchas personas no marcan primero al 911, ni escriben al Ayuntamiento.
Le hablan al presidente auxiliar.
Porque él es la autoridad más cercana, la que tiene nombre, rostro, domicilio conocido, la que camina las mismas calles que cualquiera los pobladores. En muchos lugares, antes de que un problema llegue al gobierno municipal, ya pasó por los oídos del presidente auxiliar, ya fue comentado en la tienda, ya lo escucharon en la esquina o en el campo de fútbol.
Esa cercanía no es menor. Es una forma de gobierno silenciosa, humilde, profundamente humana. Y muy distinta a lo que ocurre en las oficinas centrales de un Ayuntamiento, donde todo pasa por oficios, reportes y sistemas. En las juntas auxiliares todo inicia con una llamada, un “vecino, ¿puede venir tantito?”, un “oiga presidente, fíjese que…”.
En Puebla, las juntas auxiliares tienen una figura jurídica clara: son órganos desconcentrados de la administración municipal, definidos así en la Ley Orgánica Municipal. No son municipios aparte ni tienen plena autonomía; dependen del Ayuntamiento, trabajan bajo su marco, pero conservan algo que ninguna reforma ha podido quitarles: la identidad comunitaria de sus habitantes y el vínculo directo con la gente.
Recuerdo que en la facultad nos insistían mucho en leer a Norberto Bobbio.
Y había una frase suya que hoy encaja perfecto:
“El buen gobierno no empieza arriba, sino donde la vida se toca.”
En ese entonces lo entendíamos de forma teórica; hoy, caminando las comunidades, se vuelve evidente.
Lo curioso es que aunque la ley reconoce su existencia, no les dota de herramientas suficientes para atender lo que la ciudadanía espera de ellos. Eso genera una contradicción: la gente confía en su presidente auxiliar, pero el presidente auxiliar no siempre tiene el marco jurídico, los recursos o la estructura para responder a la altura de esa confianza.
Y eso no tiene que ver con los presidentes municipales, más bien es un tema que podría legislarse.
Y ahí es donde está la oportunidad.
Imaginemos por un momento lo que pasaría si se fortaleciera la figura jurídica de los presidentes auxiliares: si tuvieran reglas claras, presupuesto específico, atribuciones operativas bien definidas, capacitación constante y mecanismos de transparencia que dieran confianza a todos. Imaginemos juntas auxiliares que funcionen como lo que en esencia ya son: el primer contacto del ciudadano con su gobierno.
Porque reforzar a los presidentes auxiliares no es un tema político; es un tema de vida cotidiana.
Es tener a un representante que entienda la historia del barrio y no sea un extraño enviando oficios desde un escritorio lejano.
Es reconocer que, aunque jurídicamente sean órganos desconcentrados, social y emocionalmente son la primera autoridad real para miles de familias.
Hay una frase que escuché alguna vez en un recorrido:
“Antes de hablarle a alguien más, yo le aviso al presidente.”
Esa frase, sencilla y sincera, explica por qué vale la pena fortalecer a las juntas auxiliares: porque ahí comienza la ciudadanía. Ahí empieza la confianza, la seguridad, la gestión y el orden. Ahí se construye comunidad.
Ojalá entendamos que no es un capricho ni un asunto menor.
Es, simplemente, reconocer que el gobierno más cercano es el que más importa.

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