miércoles, 2 de julio de 2025

Entropía - El esperancismo como ética de gobierno

 


Por: Alexis Manuel Da Costa

A veces no es la pobreza, ni la inseguridad, ni siquiera la corrupción lo que más nos duele.

Es la sensación de que a nadie le importa.

De que estamos solos.

Que las instituciones no están ahí para acompañarnos, sino para observarnos desde lejos.

Y sin embargo, en medio de todo eso, algo adentro —algo profundamente humano— sigue esperando.

No espera milagros ni promesas vacías.

Es una esperanza más silenciosa: la que se aferra a la idea de que esto aún puede mejorar, que aún vale la pena quedarse, reconstruir, creer.

Porque el primer deber de un Estado no es controlar.

Es mantener viva la esperanza de que vivir aquí vale la pena.

Eso, que parece una frase sencilla, encierra una de las tareas más difíciles de la política:

sostener el sentido.

Recordarle a la gente que su vida importa.

Que lo que hacemos juntos —como sociedad, como comunidad— no es una pérdida de tiempo.

Alexis de Tocqueville nos advirtió:

“Los pueblos no se rebelan cuando han perdido la esperanza, sino cuando aún conservan un resto de ella.”

Y es cierto.

Incluso el enojo, la protesta, el reclamo…

Son expresiones de que aún creemos que algo puede y debe cambiar.

A eso me refiero cuando hablo de esperancismo.

No como discurso, ni como ideología.

Sino como una ética de lo público.

Una forma de mirar la política desde el cuidado, la cercanía y el sentido humano de lo que hacemos.

Porque todo lo importante nace de la esperanza:

El arte, de la esperanza de ser comprendido.

El amor, de la esperanza de no estar solos.

La justicia, de la esperanza de que exista un equilibrio.

La educación, de la esperanza de un futuro mejor.

Incluso el desacuerdo nace de la esperanza de que se nos escuche.

Charles Péguy escribió:

“El hombre es libre, pero no si no espera.”

Y lo mismo podría decirse de los pueblos.

Sin esperanza, no hay libertad verdadera.

Solo resignación.

Por eso creo que gobernar no es simplemente administrar recursos.

Es sostener el vínculo emocional entre un pueblo y su porvenir.

Es mirar más allá del corto plazo y preguntarse:

¿Qué tipo de país queremos construir?

¿Qué tipo de vida queremos proteger?

El esperancismo propone que ese vínculo —ese deseo de pertenecer y creer— debe ser prioridad.

Y que no se cultiva con discursos, sino con actos concretos.

No con perfección, sino con cercanía.

Con una política que escuche, que esté presente, que entienda que lo simbólico también importa.

En América Latina lo sabemos bien.

Hemos atravesado golpes, crisis, dictaduras, violencias.

Y sin embargo seguimos aquí.

Creando, marchando, cantando, votando, resistiendo.

Esa no es una esperanza ingenua.

Es una esperanza digna.

“La esperanza es el sueño del hombre despierto”, dijo Aristóteles.

Y esa lucidez esperanzada es la que necesitamos hoy.

Una ciudadanía despierta, y gobiernos a la altura de esa vigilia.

Yo no espero gobiernos perfectos.

Espero gobiernos que no renuncien a su gente.

Que no se desconecten.

Que recuerden que en cada decisión, en cada política pública, hay un fondo emocional que no se puede descuidar.

Y tú, que lees esto, también eres parte de esa ética.

Cada vez que no te rindes.

Cada vez que participas, opinas, ayudas, eliges.

Cada vez que sostienes a alguien más.

Eso también es esperancismo.

No es una utopía.

Es una forma de estar en el mundo con dignidad.

Y si algún día alguien me pregunta para qué sirve gobernar,

le diré esto:

Para que la esperanza no se apague.

Para que la vida —aquí, entre nosotros— siga valiendo la pena.


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