La Navidad no celebra el poder. Celebra el nacimiento. Y eso cambia por completo la forma de mirar el mundo.
Desde la perspectiva católica, el acontecimiento central no es un mensaje, ni un decreto, ni una victoria. Es un niño. Un comienzo pequeño, silencioso, fuera del centro, lejos de los reflectores. No nace en un palacio ni rodeado de símbolos de autoridad. Nace en lo cotidiano, en lo frágil, en lo humano. Y ahí, justo ahí, empieza todo.
Esa escena siempre me ha parecido profundamente política, aunque no lo pretenda. Porque nos recuerda algo que solemos olvidar: que lo verdaderamente transformador casi nunca nace grande. Nace pequeño, cercano, casi invisible. Nace donde nadie está mirando.
Recuerdo que en la facultad nos insistían en leer a Hannah Arendt cuando hablábamos del origen de lo político. Ella decía que cada nacimiento trae consigo la posibilidad de algo nuevo. En ese entonces sonaba abstracto. Hoy, la Navidad lo vuelve concreto: todo comienzo importa, incluso —o sobre todo— cuando no parece importante.
El pesebre no es una postal tierna; es una lección incómoda. Le dice al poder que no todo se controla. Le recuerda que la historia no siempre avanza desde arriba. A veces avanza desde abajo, desde lo pequeño, desde comunidades que se organizan, desde decisiones silenciosas que no salen en discursos.
Por eso la Navidad sigue interpelando también a la vida pública. Porque mientras el poder suele construirse desde la acumulación, el nacimiento nos habla de presencia. De estar. De acompañar. De empezar donde duele, donde hace frío, donde no hay garantías.
En política pasa algo parecido. Los grandes cambios no suelen nacer de los anuncios ruidosos, sino de lo cercano: de una autoridad que escucha, de una comunidad que se reconoce, de alguien que decide hacerse cargo sin aplausos. El problema es que muchas veces confundimos poder con tamaño, y autoridad con distancia.
La Navidad rompe esa lógica. Nos recuerda que lo pequeño no es débil. Que lo cercano no es menor. Que lo humano no es un estorbo, sino el punto de partida. Y que cuando se pierde esa dimensión, todo lo demás se vacía.
Tal vez por eso esta fecha sigue teniendo sentido año con año. No porque todo se arregle, sino porque nos invita a volver al origen. A recordar que lo que vale la pena casi siempre empieza pequeño, cerca, en silencio. Y que desde ahí —desde lo humano— es posible construir algo distinto.
Que esta Navidad nos encuentre así: atentos a lo cercano, agradecidos por lo sencillo, dispuestos a cuidar aquello que apenas comienza. Que el nacimiento que celebramos nos recuerde que siempre hay posibilidad, incluso cuando parece que todo está cuesta arriba.
Que tengas unas fiestas en paz, con los tuyos, con calma y con esperanza.
Feliz Navidad.

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