Sin verdad no hay esperanza. Sin esperanza no hay rumbo.
Por: Horacio Cano
La memoria no es nostalgia. Es, más bien, una brújula. Una que sirve cuando hay marea alta, pero también cuando todo va viento en popa. Una de mis brújulas, sin duda, es mi padre. Su recuerdo me mantiene sin perder el norte.
Recuerdo que siempre hablaba de política. Como lo hago yo: en público, en privado, en cafés o sobremesas. Lo hacía con sus amigos, pero también nos lo compartía a nosotros, sus hijos. Para él, como ya lo he dicho y escrito, la política era el arte de lo posible.
Siempre estaba abierto al debate. Recuerdo bien algunos que tuve con él. Respetaba —e incluso fomentaba— que yo tuviera un punto de vista crítico. Lo hacía con pasión. Quizá por eso no entiendo otra forma de ver el mundo. Pero además de apasionado, lo hacía con esperanza.
Al hablar de las políticas educativas del país —su especialidad—, aunque señalaba lo que estaba mal, siempre remataba con un mensaje esperanzador. No era un optimista; era un hombre con esperanza. La diferencia puede parecer mínima, pero es sustancial. Como diría Dalí: el optimista cree que todo irá bien sin mayor razonamiento; el hombre con esperanza tiene fe en el futuro, pero con argumentos.
La esperanza da razones para esperar lo mejor. El optimismo, en cambio, puede volverse ciego, negarse a ver lo que está mal, y por tanto, alejarnos del bien que buscamos.
Y la esperanza no puede existir sin verdad. Como decía Aristóteles, la verdad es la adecuación de la mente a la realidad. Solo con verdad podemos construir esperanza, porque es en ella donde se asienta la posibilidad de que todo mejore. A la luz de la verdad, hay que identificar lo que está mal, y corregirlo. Nada se arregla solo. Sin acción, no hay transformación.
Chesterton lo expresó con una lucidez punzante: “La esperanza es el poder de ser alegre en circunstancias que sabemos que están desesperadas.” Porque al final, con razones y no con ilusiones, creemos que las cosas pueden mejorar.
Apunte al aire
Hablando de esperanza. En estos días se discutirá en el Congreso el tema de la Ley de Ciberseguridad. Y ya que estamos revisando el mundo digital, ojalá también se atienda un asunto urgente: el impacto de las pantallas y redes sociales en los menores de edad.
Regular su uso debe ser prioridad. Como le digo a mis clientes: la prevención es la mejor herramienta.
En países como el Reino Unido ya se legisla sobre el tema. La exposición de niños y adolescentes a redes sociales y aplicaciones digitales puede tener efectos comparables —por su impacto neurológico— a los de sustancias adictivas. Suena exagerado, pero la evidencia científica es contundente.
El cerebro humano no termina de desarrollarse hasta los 25 años. En especial, la corteza prefrontal —encargada de tomar decisiones— no está completamente madura en la infancia y adolescencia. Mientras tanto, los teléfonos y redes bombardean el cerebro con estímulos inmediatos, recompensas rápidas, y una peligrosa dosis de dopamina constante.
En un cerebro aún en formación, esto puede ser devastador.
Tengo esperanza —racional, argumentada— de que como en el Reino Unido, en Puebla también se legisle con visión de futuro. Y como diría cierto personaje de los Simpson:
” ¡Que alguien piense en los niños!”
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