Por: Alexis Manuel Da Costa
El verdadero desarrollo no empieza en las oficinas del gobierno ni en los grandes planes estratégicos. Comienza en las calles sin pavimentar, en la faena vecinal, en la voluntad de ponerse de acuerdo. Y si hay un lugar donde esa voluntad todavía respira con fuerza, es en nuestras juntas auxiliares.
Esos lugares son cédulas vivas del gobierno, sí, pero sobre todo espacios entrañables donde la comunidad aún se respira, se huele y se escucha. Hay una especie de magia discreta en estos pueblos: en las plazas que cada domingo acogen las risas de los niños, los pasos pausados de los adultos mayores y los saludos cruzados entre vecinos que, aunque no se vean a diario, siguen conociéndose por nombre.
A veces, cuando hablo de desarrollo comunitario, algunos me miran como si estuviera repitiendo una fórmula vieja, gastada, académica. Pero es todo lo contrario. El desarrollo, cuando es de verdad, es profundamente humano. No es una gráfica ni una tabla Excel; es un parque rehabilitado con el material que donó alguien, es un camino que se empareja entre todos, es una capilla remozada con cooperación y fe.
Y ahí está lo más sorprendente: incluso en juntas auxiliares grandes, de esas que uno pensaría que ya perdieron el alma de pueblo, la comunión vecinal se mantiene viva. Uno lo nota en los detalles: en la forma en que se organizan para celebrar las fiestas patronales, en la manera casi espontánea en que surgen los comités de obra, en ese esfuerzo compartido que parece decir: “Aquí, entre todos, sacamos adelante lo nuestro”.
Como decía Elinor Ostrom, Premio Nobel y pionera en el estudio de la gestión comunitaria: “Los bienes comunes pueden gestionarse de manera sostenible por las comunidades que los usan, sin necesidad de privatizarlos ni depender del Estado central.” En nuestras juntas auxiliares, eso es evidente: los caminos, los parques, las festividades… todo es de todos, y por eso se cuida.
Me ha tocado recorrer comunidades en donde basta ver el trazo limpio de las calles, las fachadas cuidadas, los jardines de las escuelas, y no falta quien dice: “Aquí hay dinero”. Y sí, tal vez haya más recursos que en otros lados. Pero también —y muchas veces sobre todo— hay organización, hay visión colectiva, hay liderazgo comunitario. En esos lugares se entiende, casi de forma natural, que cuando el pueblo camina junto, se camina más lejos. Como si el orden, el desarrollo y la prosperidad fueran cosas que se contagian.
Y es que lo son.
Como decía Alexis de Tocqueville, ese francés que vino a estudiar la democracia en América: “La salud de una sociedad se mide por la calidad de las funciones que realizan sus ciudadanos.”
Y cuando una comunidad se da cuenta de que puede vivir mejor, de que puede tener una cancha bien iluminada, una calle sin baches, una fiesta digna o una escuela pintada, empieza a exigirlo, pero también empieza a trabajarlo. Y ese cambio de mentalidad es poderoso. Lo he visto prender como chispa en las juntas auxiliares: primero uno, luego dos, luego tres… y de pronto, ya hay un comité vecinal gestionando, otro organizando, otro más juntando la cooperación. Y cuando eso pasa, créanme, ya no hay vuelta atrás.
Este tipo de desarrollo se siembra y se riega con confianza, con participación y con algo que en estos tiempos parece escaso: sentido de pertenencia.
John Dewey lo decía bien claro: “La democracia comienza en casa, en el vecindario, en las relaciones cotidianas.”
Por eso siempre lo he dicho si queremos un mejor país, tenemos que volver la mirada a nuestras juntas auxiliares.
Ahí está la respuesta.
Ahí, entre la señora que vende memelas en la esquina, el joven que ayuda a empedrar los caminos, y el padre de familia que organiza rifas para pintar la primaria.
Porque al final, el desarrollo comunitario no es otra cosa que el reflejo de lo que somos capaces de construir cuando dejamos de esperar y empezamos a hacer. Cuando entendemos que nadie va a venir a resolvernos lo que nosotros mismos podemos transformar. Y eso —esa convicción silenciosa, cotidiana, profunda— sigue viva en muchas juntas auxiliares. Nos toca no solo reconocerla, sino fortalecerla. Porque ahí, en lo local, en lo cercano, en lo que parece pequeño, es donde empiezan los cambios que realmente importan.
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